"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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Fabulario animal para animales

FABULARIO ANIMAL PARA ANIMALES HUMANOS. Jorge Muñoz Gallardo. Nota Preliminar. Los relatos que se presentan en este libro son una transcripción, o mejor dicho, una adaptación, de las historias que me contó Abentofail, el búho de mi abuelo materno, que dedicó nueve años de paciente y tenaz esfuerzo a enseñar al ave el habla de los hombres. Abentofail alcanzó tal perfección en el arte de la oratoria, que muchas veces mi abuelo debió sonrojarse con las correcciones que le hacía su mascota. Por mi parte, yo, que no soy un gramático ni un erudito brillante, transcribí de manera sólo regular y también con faltas, las impecables narraciones del sabio y enigmático pájaro. Aunque, puedo decir en mi favor, que tenía trece años cuando lo conocí y escuché, anotando lo mejor que pude, con buena letra, en un cuaderno de apretadas líneas, sus relatos, y conservé el cuaderno durante varias décadas. Cuando redescubrí el cuaderno en el interior de una caja polvorienta, hallé junto al mismo, una gastada fotografía de Abentofail, que todavía conservo en mi despacho. El encuentro de un tesoro de mi niñez lejana, provocó en el pensamiento y el corazón, el insensato deseo de volver a escribir esos relatos con la intención de corregirlos, intención del todo ingenua. ¡Pero valga el esfuerzo más que la meta! VECINOS. El mamut vivía en una guarida del monte, rodeada de altos pastos, abajo en el valle, pasaba un ancho río de aguas claras, más allá el bosque. ¿Qué más podía pedirle a la naturaleza? Todo ese basto espacio de colores, fragancias y texturas diversas para él solo; y todas sus necesidades satisfechas con sólo dar unos cuantos pasos. Pero un día, al bajar a beber al río, divisó a otro animal, completamente extraño para él. Como todos saben, donde hay dos puede haber un conflicto. Durante quince días se estuvieron observando, con curiosidad y desconfianza. El extraño animal era un tigre dientes de sable y fue el primero en acudir a presentarse donde el mamut. Después de saludarlo a prudente distancia, le mostró los colmillos, sacó sus terribles garras, afiladas como navajas, saltó en distintas direcciones, exhibiendo su agilidad, enroscando la lengua como un tubo soltó un chorro de vapor que formó una nubecilla blanca y redondeada, algo así como su firma, por último, rugió haciendo temblar la tierra, luego se marchó a su guarida. Considerando el mamut que debía hacer lo mismo, a la mañana siguiente visitó al tigre dientes de sable, y manteniéndose a prudente distancia, le mostró sus colmillos, agitó su trompa, giró mostrando su corpulencia, agitó las orejas provocando un pequeño temporal, y por último apuntó con la trompa hacia el cielo y expulsó un chorro de agua que se elevó alto y regresó sobre la cabeza de ambos, luego se despidió con un bramido que hizo temblar toda la zona. Esa noche, el mamut reflexionó sobre la situación, el tigre dientes de sable era un adversario formidable, con una agilidad que él no poseía, por otra parte, había espacio y recursos suficientes para albergar a cientos de manadas, ¿para qué crear conflictos inútiles si podían vivir en paz? En ese mismo instante, en su guarida, el tigre dientes de sable meditaba, el mamut era un adversario tremendo, con una corpulencia que él no tenía, y llegó a la misma conclusión. Y sea por coincidencia o milenaria telepatía ambos pensaron al mismo tiempo que más vale diablo conocido que diablo por conocer. Por la mañana coincidieron en el río, donde habían ido a beber, el tigre dientes de sable, dijo: -Hola vecino, ¿bonita mañana, verdad? -Así es amigo, y el agua está fresca y dulce, -respondió el mamut. IMPRUDENCIA. Que el elefante es grandote, todo el mundo lo sabe. Que los grandotes son tranquilos, también todos lo saben. Que los tranquilos suelen estallar, es sabido; tanto así, que hay un aforismo que dice: “Dios me libre de las aguas mansas que de las bravas me libro yo.” Pero, aunque parezca increíble, el viejo Noé no lo sabía y, tal vez, ocupado sólo de llenar el arca con distintas especies, se expuso. Sí, porque pese a que este relato podría llamarse”Elefante,” no trata del elefante sino de la imprudencia de Noé. Y, la imprudencia es, entre otras cosas, y de acuerdo con el diccionario, algo Punible e inexcusable, un actuar con negligencia y con olvido de las precauciones que la prudencia vulgar aconseja. De lo cual se deduce, con bastante claridad, que nuestro protagonista cometió una imprudencia. Pero, basta de explicaciones y vamos a lo que hizo y le sucedió al anciano del arca. Noé revisó la nómina de los animales que tenía en el arca, le faltaba un elefante. De inmediato se dirigió a la zona de pastos altos, donde solían retozar los elefantes. Después de varias vueltas encontró uno, era enorme, se entretenía arrancando matas de hierva con su trompa. Noé se aproximó al animal y le golpeó el flanco izquierdo, como para avisarle que estaba allí, pero el paquidermo no tuvo ninguna reacción. Enseguida se le plantó delante y le habló con firme serenidad, explicándole el sentido de su misión salvadora de la fauna planetaria; tampoco se dio por aludido el elefante. Decidido a imponerse, lo cogió por la trompa, el animal la agitó con suavidad, apartándolo, como el padre que aparta a la cría molestosa que no lo deja en paz. Noé se instaló debajo del vientre del elefante e intentó hacerle cosquillas, sin obtener ningún resultado. Entonces, fue a la parte posterior y lo agarró por la cola, se la retorció y luego la tiró con todas sus fuerzas. El elefante soltó un pedo que resonó como un trueno y el viejo salió disparado, cayendo a unos veinte metros y durante varios minutos estuvo inconciente. Cuando despertó, el elefante no estaba. Noé regresó al arca, caminaba lento, con la cabeza inclinada, la barba blanca y larga le rosaba los pies. Estaba confundido, no comprendía en qué había fallado. EL CIERVO Y LA PANTERA. Corría el ciervo a toda velocidad, una pantera hambrienta lo perseguía. De pronto detuvo su carrera, había llegado a un precipicio de paredes rocosas que descendían casi verticalmente hasta acabar en un riachuelo salpicado de agudas rocas. Saltar ahí era hallar una muerte segura. Con la velocidad que nace de la desesperación, se dispuso a luchar, iba a vender cara su vida. Entonces le surgió una idea repentina, la palabra, la persuasión, puede lograr cosas que no consigue la fuerza bruta. Esperó con tranquilidad a la pantera y cuando estuvo a una distancia que podía oírlo, dijo: -¿Qué ganas devorándome? La pregunta descolocó a la pantera que se detuvo, luego respondió con voz ronca: -Algo muy simple, saciar el hambre. -¿Por cuánto tiempo? -preguntó el ciervo. Volvió a sorprenderse la pantera, que ahora estaba sentada en sus cuartos traseros. Después de meditar un instante, contestó: -Bueno... Por algunas horas, es decir, mientras dura mi digestión. -Así es, y enseguida de nuevo a correr detrás de un ciervo, un venado o cualquier otro animal que pueda satisfacer tu apetito ¿verdad? -Es cierto -repuso la pantera. -¿Y has pensado cuanta energía y salud pierdes en esa acción repetida día tras día? -Humm... No, no lo había pensado nunca, -respondió la pantera cada vez más asombrada. -Así es, pero hay una solución definitiva a esos problemas, -dijo el ciervo ya dueño de la situación. -¿Cuál? -Conviértete en vegetariana. -¿Estás loco? -dijo la pantera. -Piensa en las grandes ventajas que esto acarrea. En cualquier parte encuentras hierbas, raíces, tallos y hojas frescas. Además, mejorará tu salud, tu pelaje se pondrá más terso y brillante, también va a mejorar tu digestión, podrás vivir más años; serás una pantera revolucionaria que pasará a la historia de tu especie como la que provocó el gran cambio. Tu imagen esculpida en piedra destacará en toda la selva. Esto último fue un dardo en pleno centro de la vanidad de la pantera, que levantándose con solemnidad, dijo: -Tienes razón, voy a marcar un antes y un después, -luego giró y se marchó con un aire que fluctuaba entre la actitud de un orador ateniense y un general romano triunfante. De inmediato, el ciervo, comenzó a recorrer las orillas del precipicio, alejándose del lugar, hasta que halló un sitio por donde cruzar y continuó trotando hasta sentirse completamente a salvo. EL REY DE LA SELVA. Que el león es el rey de la selva ¿quién lo duda? Sin embargo, el león no es el más fuerte. Basta con pensar en criaturas tan formidables como el elefante y el rinoceronte, con los cuales el rey no se mete porque tiene bien claro que ahí le va mal. Hasta el irritable hipopótamo lo pone en aprietos. Entonces: ¿Qué es lo que le confiere su alta dignidad? Muy simple, su hermosa melena. Es decir, no es la fuerza ni la ferocidad sino la belleza de su melena, que le da a su cabeza un aire de faraónica majestuosidad. Teniendo aclarado este punto, podemos comprender que de ahí a la vanidad sólo hay un breve paso. Coloco el énfasis en este aspecto porque esta dudosa cualidad estaba muy acentuada en Pompeyo, el joven rey de la manada, que no perdía ocasión de mostrar a los demás leones su superioridad. Unos se le sometían por miedo, otros por admiración, y las jóvenes hembras lo buscaban por coquetería. Como suele suceder en estos casos, una callada corriente de odio y envidia circulaba entre los leones. Uno de ellos, a quién Pompeyo exponía a continuas burlas y humillaciones, rumiaba sus penas y estaba decidido a vengarse. Este león, llamado Arístides, padecía una gastritis aguda que lo mantenía flaco y débil, además, eructaba constantemente, cosa que lo alejaba de los otros. Arístides, conocía a Hipatia, la serpiente hechicera, de modo que fue a contarle todas sus desdichas y pedirle consejo. La serpiente detestaba a los vanidosos, sobre todo si eran leones; después de enrollarse en su cola y meditar un instante, irguió la cabeza con agilidad y dijo: -¡Ya lo tengo! Fingiendo tu veneración por él, le vas a ofrecer un cuenco lleno de agua, pero antes, verterás en el agua una mezcla de hierbas que yo te voy a dar, su aroma y sabor son irresistibles, de modo que Pompeyo se la tragará hasta vaciar el cuenco. -Ten mucho cuidado al mezclar el agua con las hierbas, aguanta la respiración todo lo que puedas. Y no olvides venir a verme dentro de seis meses. -¿Qué le ocurrirá a Pompeyo? -preguntó Arístides con curiosidad. -Eso lo sabrás cuando volvamos a vernos, -repuso Hipatia con tono cortante. Arístides regresó feliz a la manada y cuando halló la ocasión apropiada, le ofreció el cuenco con el agua y las hierbas a Pompeyo que al olerlo no pudo resistirse y se lo tragó hasta la última gota, enseguida se burló de Arístides todo lo que pudo y se marchó a retozar con unas leonas jóvenes y bellas. Esa noche, Pompeyo sintió una extraña comezón en la cabeza, se rascó y gruesos mechones de su melena se desprendieron cayendo al suelo. Lo peor era que la comezón seguía cada vez más intensa y no podía dejar de rascarse. Entonces, se incorporó de un salto y corrió a mirarse en el río, comprobando con horror que su hermosa melena había desaparecido, estaba completamente pelado. También se le caía el pelaje del lomo y los flancos. Sabiendo que no podría regresar con los suyos, que su reinado había llegado al fin porque sería el hazmerreír de toda la manada, fue a esconderse en lo más hondo del monte. Comía cada vez menos, sólo bajaba de noche al río a beber un poco, cada día enflaquecía y se le podían contar las costillas y las vértebras del lomo; al cabo de seis meses murió. Las hormigas y larvas que devoraron su reducido cadáver creyeron que se habían comido un coyote. A los seis meses Arístides volvió donde Hipatia y se enteró por ella de lo que había ocurrido con Pompeyo, conociendo todos los detalles. Entonces recordó, con íntima satisfacción, el instante en que Pompeyo bebió toda el agua del cuenco. PASIÓN. “Sobre tuna, tuna. Bajo tuna, naranja. Naranja dulce, limón partido. Limón partido, melón afeitado. Dame un beso y al otro lado”. El que así cantaba, era un mono joven, flaco y velludo, que saltaba de rama en rama, persiguiendo a una graciosa monita de la cual estaba enamorado y lo había despreciado. Todos sabemos lo insensato y peligroso que puede ser un amante no correspondido: “Si no es mía por la buena, lo será por la mala”, pensaba el mono y luego volvía a su canción. Tan obsesionado estaba en la persecución que no se dio cuenta que saltaba por unas ramas que se extendían sobre el río, y al hacer una arriesgada maniobra cayó al agua, donde lo esperaba un cocodrilo con las dientudas fauces abiertas. Después de saborear aquel inesperado manjar, el cocodrilo empezó a cantar: “Sobre tuna, tuna. Bajo tuna, naranja. Naranja dulce, limón partido. Limón partido, melón afeitado. Me trago un mono y al otro lado”. Y, aunque parezca cruel, la monita agradeció al cocodrilo que la había liberado del molestoso. UNA RUDA LECCIÓN. El oso llegó a la cantina y pidió un litro de cerveza negra. El cerdo Isidoro, que estaba parado detrás del mesón, fue a buscar la cerveza, un vaso y dejándolo delante del oso, lo llenó hasta el borde. Enseguida trajo otro vaso, lo llenó y dijo: -¡Salud hermano! A los quince litros estaban bastante mareados y el cerdo le preguntó al oso: -¿Qué te parece si nos vamos a la casa de Cátulo, el chimpancé? Toca el acordeón de maravilla y podemos conversar y cantar. -¡Vamos! -contestó el oso girando con torpeza. El cerdo se quitó el delantal, se echó la llave en el bolsillo del pantalón y salieron abrazados. Pero, en la puerta se encontraron con el tigre que mirándolos con recelo, dijo: -¿Por qué está cerrado si es hora de atención? -Porque vamos saliendo, -repuso Isidoro, soltando un eructo en plena cara del tigre. En los ojos del felino brilló un fulgor asesino. -¿Van saliendo? ¿Se puede saber a dónde van sus mercedes? -En su ronca voz temblaba la ira. -A la casa del chimpancé, -dijo el oso bostezando. En ese momento llegó el hipopótamo que venía de buen humor porque acababa de iniciar un nuevo romance, y preguntó: -¿Qué pasa aquí? El cerdo y el oso le explicaron, entre hipos y eructos, lo que sucedía. Cuando el hipopótamo se disponía a hablar, apareció el elefante Goliat, diciendo: -Hola muchachos ¿qué ocurre? El cerdo y el oso repitieron sus explicaciones y el cerdo agregó: -Además, cada vez que el tigre se emborracha me destroza el local. El elefante agitó la trompa y le ordenó al tigre que se alejara inmediatamente de ahí, amenazándolo con hacerlo pedazos. Recordando eso de que la verdad y la mentira están muy cercanas y no hay que situarse en terreno resbaladizo, el tigre se alejó rumiando su enojo. En cuanto a los otros, volvieron a la cantina. Más tarde llegó el chimpancé con su acordeón y la fiesta se prolongó hasta la madrugada. Pero, el tigre no se quedó tranquilo, y después de sufrir la acidez causada por su irritado colon, volvió a merodear por los alrededores de la cantina, acechando escondido entre los matorrales. Cuando ya amanecía, y los amigos salieron abrazados, cantando cualquier cosa, los siguió a prudente distancia, y cuando se separaron, siguió al chimpancé y le saltó encima. El pobre Cátulo alcanzó a desprenderse de su atacante y correr a toda velocidad para salvar la vida, mas su querido acordeón fue reducido a desechos. Enseguida, el tigre, prometió en voz alta, vengarse del cerdo y del oso. Pero, antes de que pudiera emprender la marcha, un terrible golpe en la cabeza lo dejó tendido en tierra, sin conocimiento; fue la trompa de Goliat que habiendo oído los gritos de Cátulo, volvió sobre sus pasos, y aunque llegó un poco tarde, pudo darle una lección al vengativo felino. COMERCIANTE. El loro Anaximandro trabajaba en la tienda del coyote Gómez. Anaximandro había aprendido todas las triquiñuelas y argucias del comerciante, pero, además, poseía una habilidad para sacar cuentas que su patrón no tenía. También, su conversación fluida y agradable atraía mucho a los clientes que terminaban comprando cosas que no necesitaban. Por todo esto, el coyote Gómez valoraba a su loro como un verdadero capital. Los fines de semana el coyote iba a comprar las mercaderías para surtir el almacén, dejando a Anaximandro a cargo del mismo, y en esas ocasiones las ventas solían aumentar. Sin embargo, como dice el refrán, a veces el diablo mete la cola y una desgracia sucede. Era ya tarde, el sol entibiaba el local, ningún cliente lo requería, de modo que el loro estaba muy a gusto echado en el mesón cuando de pronto vio, en una jarra de miel que descansaba sobre un barril de aceite, a una larva gorda y sabrosa que se arrastraba lentamente por uno de los bordes. Anaximandro sintió un repentino apetito, voló hacia la jarra con miel para comerse a la larva, pero lo hizo con tanto ímpetu que la jarra de arcilla cayó al piso, rompiéndose en mil pedazos, la miel se expandió como una mancha de ámbar. Cuando el coyote regresó y descubrió lo ocurrido, reaccionó como todo buen comerciante que es incapaz de soportar una pérdida, por mínima que sea, se enfureció, cogió al loro por el cogote y le arrancó todas las plumas, luego lo lanzó fuera del local. Asustado y avergonzado, Anaximandro se refugió en lo más alto de un árbol por cuyo tronco trepó ayudándose con el pico y las garras, allí encontró un hueco donde se instaló con el firme propósito de no salir hasta que le crecieran las plumas. El árbol estaba situado no muy lejos del almacén y desde su escondite anaximandro podía ver lo que pasaba en el local del coyote Gómez. Cada vez entraban menos clientes, el coyote se equivocaba en las cuentas y se lamentaba en voz alta de haber sido tan cruel con su loro. Previendo lo que iba a ocurrir, en cuanto le salieron las nuevas plumas, Anaximandro, voló lejos y se dedicó a trabajar y reunir dinero. Cuando calculó que había llegado el momento, regresó y se halló, en el frontis del almacén, con el letrero que decía: “Se vende”. Al verlo, el coyote Gómez saltó de alegría y le propuso volver a trabajar juntos. Sin embargo, Anaximandro, se mantuvo firme en su decisión y terminó comprando el almacén. Hicieron todos los trámites en la notaría del búho y a partir de entonces cambiaron los papeles. El loro contrató al coyote como dependiente y, como todos saben, prosperó tanto que lleva una vida de comodidades y regocijos. JUGADORES. Dos monos jugaban a las cartas. Entre ambos brillaba una jarra de vino. El cerdo Isidoro los miraba sonriendo, sabía que pronto estallaría la discusión y uno de ellos abandonaría el local fingiendo estar agraviado, y dejaría al otro con la cuenta. Uno era chico, grueso y chascón, con los ojillos redondos y maliciosos, se llamaba Heródoto, y tenía fama de tramposo en el juego. El otro, un poco más alto, flaco, de cabeza redonda y orejas grandes, tenía una mirada burlona y su mal carácter le había valido el apodo de Atilas, era un jugador hábil, pero no sabía perder. Isidoro recordaba una ocasión en que ambos monos llevaban tres horas jugando, se habían tragado cuatro jarras de vino, y la partida tenía a todos los parroquianos atentos al desenlace. El ganso estaba a favor de Heródoto, el oso pujaba por Atilas, la comadreja dudaba, la paloma torcaza se había decidido por heródoto, y el burro no se pronunciaba porque cuando se embriagaba caía en un hondo silencio. De pronto se oyó la voz de Heródoto: -Tengo la partida ganada. -No te adelantes bravucón, -replicó Atilas. La discusión fue creciendo en palabras y tono, hasta que Atilas tiró las cartas sobre la mesa y gritó: -¡Eres peor que una avispa hambrienta! –y se levantó empujando la mesa, la jarra de vino se dio vuelta, empapando a Heródoto que chillaba enfurecido. Pero, Atilas ya había salido de la cantina dando un portazo. Como ya estaban advertidos, el oso se había parado ante la puerta para que heródoto no saliera y pagara la cuenta. En esta ocasión fue heródoto el que se incorporó con violencia, gritando: -¡Eres un grosero tramposo! ¡Nunca reconoces cuando pierdes! Y, antes que los demás se movieran, salió dando un portazo. Como en otras ocasiones, el oso se plantó ante la puerta para impedir que Atilas se fugara. Después de alegar hasta quedar casi sin voz, Atilas pagó y se retiró lanzando maldiciones, mientras los demás parroquianos se reían de buena gana. MURCIÉLAGOS. El murciélago come-frutas es una especie poco conocida y por lo tanto poco estudiada. Sin embargo, como lo indica su nombre, podemos saber que se alimenta de frutas, puesto que se llama murciélago come-frutas, es decir, quien lo descubrió, observó que su dieta está integrada por frutas y no por tripas o muslos de buey. Siendo así las cosas, como dicen los abogados en una cursi muletilla, debemos concluir que estos curiosos quirópteros se nutren de frutas y nada más que frutas. Y esta y no otra es la regla general en estos murciélagos. Pero toda regla tiene su excepción que la confirma, y en este caso la excepción se llamaba Samuel. Samuel, o la excepción, que viene a ser lo mismo, no comía frutas sino insectos. Y, como es fácil suponer, esta conducta excepcional causaba la ira o el menosprecio de los otros murciélagos come-frutas que decidieron adoptar medidas contra Samuel para restablecer la regla general. Se convocó al Consejo y este llamó a una asamblea destinada a rectificar el comportamiento de la excepción o aplicar un castigo ejemplar. Informado Samuel que tenía un plazo de tres días para preparar su defensa, llamó al cuervo que posee la astucia del zorro y la lengua de un sofista, para que se hiciera cargo de su defensa. Llegado el gran día, el cuervo tomó la palabra y lo hizo con tanto brillo, pasión y ondulaciones, que convenció a todos de que Samuel era la regla general y los demás la excepción. Al Consejo no le quedó otra cosa que fallar en contra de sí mismo y de toda la asamblea, condenándose ellos mismos al destierro o a cambiar sus hábitos alimenticios, pasando de la fruta a los insectos. Pero la tradición frutícola era tan honda y antigua que prefirieron marcharse al destierro. Samuel, que en el fondo era un sentimental, no pudo soportar la soledad, necesitaba a los suyos y para compensar en algo lo ocurrido, empezó a comer frutas. Entonces concluyó que si comiendo insectos era la regla general, como lo había demostrado el cuervo, comiendo frutas volvía a ser la excepción; estas cavilaciones y contradicciones lo llevaron a oscuros delirios e intensos y prolongados dolores de cabeza que le provocaron la muerte. PRETENSIONES. -Reclamo para mi especie, la más alta dignidad de las selvas, Montes y valles, porque fue una loba la que amamantó con su leche a Rómulo y Remo, los fundadores de la ciudad eterna, -dijo el lobo con voz solemne. Un perro salvaje, que permanecía echado, con aire de indiferencia, intervino, diciendo: -Lo mismo puedo reclamar yo, puesto que fue un perro, astuto y valiente, quien le robó la comida a Hércules. -Eso no es tanto, -repuso un fornido carnero, -no olviden que fueron integrantes de mi familia los que ayudaron a Ulises a escapar de la caverna de Polifemo. -¿Y qué dicen de mí? ¿Acaso no fuimos nosotros los que formando parte de los ejércitos de Aníbal, causamos estragos en las tropas enemigas? -Dijo el elefante sacudiendo con arrogancia su trompa. Un silbido surgió entre las hierbas y las piedras y una serpiente alzó su cabeza plana, paseando sus ojillos fríos y misteriosos por la asamblea, luego dijo: -Pero, fue uno de mis antepasados el que sedujo a Eva para que comiera del fruto prohibido. Reclamo para mi especie la más alta dignidad. -Yo la reclamo para los míos, -dijo el león, -fueron mis antepasados los que lucharon contra gladiadores armados con tridentes de hierro, en la arena del circo, para entretener a esos malditos que aullaban de gozo en las graderías de piedra. Una paloma posada en la rama de un árbol cercano, intervino con voz débil: -Todo lo que ustedes cuentan es muy cierto, no se puede negar, pero es una paloma blanca la señalada como”Espíritu Santo” en los libros sagrados de los hombres. -Pero ellos tienen muchos libros sagrados, y eso que tú dices no ocurre con todos. Recuerden que los hombres se dividen en multitud de grupos y tribus, con ideas diferentes, y parece que son esas endemoniadas ideas las que los vuelven tan extraños y les impiden estar en paz, -dijo un mono que estaba sentado sobre una piedra. –Yo no sé qué participación tuvieron mis antepasados en sus pleitos, intrigas y querellas, y tampoco me interesa saberlo. Un tal Darwin dice que los hombres descienden de nosotros, eso no me consta y si fuera así lo lamento. Veamos la realidad ¿qué hacen los hombres con nosotros? Nos persiguen, nos capturan para enviarnos a circos y zoológicos, nos asesinan y trafican con nuestra piel, carne y huesos... ¿Les parece que es para estar orgullosos y agradecidos? Creo que deberíamos avergonzarnos de haber participado en algo con ellos y tratar de mantenernos lo más alejados que se pueda de los hombres. Se produjo un gran silencio entre los animales, enseguida se fueron caminando lentamente, con las cabezas inclinadas. El mono continuó en su puesto, con las rodillas encogidas y la cabeza apoyada entre los brazos. La serpiente agitó la cabeza colérica, en sus ojos brillaba el odio. La paloma, que aún no se marchaba lo percibió y todo ocurrió en fracciones de segundos, la serpiente atacó y la paloma se interpuso entre ella y el mono. El cuerpo de la paloma quedó exánime en el suelo y el mono alcanzó a huir, trepando a las ramas de un árbol cercano. JULIETA. Todos saben que a las grullas les gusta reposar paradas en una pata. Era precisamente eso lo que hacía Julieta, una joven y hermosa grulla, pretendida por todos los machos de la bandada, parada en una pata justo en la mitad de la laguna, posando también para las otras grullas que llegaban a beber. Como muchas hembras, Julieta era caprichosa y presumida, y estando muy consciente de su belleza, coqueteaba con todos sin ceder a ninguno. Romeo, un macho de familia privilegiada, que se las daba de galán y señorito coquetón, así como quién dice de cantor argentino de tangos, la pretendía, a ella le gustaba pero se hacía de rogar. Otro macho, no tan encumbrado, más bien dicho, del montón, al que todos llamaban Escipión, también andaba tras ella, pero, con menos posibilidades por tener poca prestancia y carecer de una familia empingorotada. Además, Escipión era tuerto y sus graznidos desentonaban con frecuencia. Un día, ambos machos se encontraron en la laguna. Primero una palabra fría, luego un sarcasmo, después un insulto y la gresca se armó. Escipión sabía pelear, se las había visto muchas veces en feroces luchas con otras aves e incluso con un tapir al que había vencido -fue precisamente en esa batalla donde perdió el ojo-, de modo que sacó una rápida ventaja. Los demás machos los rodeaban aclamando a uno o a otro. Por su parte Julieta, sintiéndose muy alagada, se paseaba meneando el cuello y la cola a cierta distancia. Romeo no resistió la paliza, salió corriendo y gritando se internó en el bosque, allí lo agarró un jaguar joven, lo mató de un zarpazo y después de desplumarlo se lo llevó a su madriguera, donde lo compartió con sus hermanos menores, pero, esa es otra historia. En cuanto a Julieta, se fue a un convento donde se encerró al cuidado de un grupo de grullas viejas y piadosas. Después de unos meses, Julieta pensó que no estaba para podrirse tras los muros del convento y emprendió el vuelo. Se instaló en otra laguna, conoció a un macho educado y bien parecido, se casó con él, y puso una docena de huevos y tuvo polluelos fuertes y alegres. DUENDES Y VACAS. Todos los duendes duermen en los tréboles, todas las vacas se comen los tréboles, todos los duendes que duermen en los tréboles que se comen las vacas van a parar al estómago de las vacas, o, mejor dicho, a los cuatro estómagos que tienen las vacas. Pero había un duende que conocía bien este proceso y no estaba dispuesto a sufrirlo, se llamaba Crates y reuniendo a toda su familia, expuso su plan: -Hay una planta que le produce, a las vacas, fuertes dolores de vientre y diarrea. Esta noche, antes de acostarnos a dormir, envolveremos nuestros cuerpos en hojas de esa planta. Enseguida llevó a su familia a un lugar donde abundaba esa planta y después de envolverse en las delgadas hojas, se acostaron en los tréboles. Cuando recién empezaba a despuntar el sol, apareció una vaca gorda y golosa que comenzó a devorar los tréboles hasta dejar pelado aquel sector. Luego caminó satisfecha para contarles a las otras vacas la comilona que se había dado. Sin embargo, no alcanzó a dar diez pasos cuando le vino un terrible dolor de vientre, las piernas le temblaban, gruesas gotas de sudor le corrían entre los cuernos y levantando la cola soltó un chorro de materia amarillenta que contenía todo lo que la había hecho estremecerse, incluidos los duendes. Terminada la crisis se tendió en la hierba y comenzó a suspirar entre tiritones y lamentos. Los duendes, dirigidos por Crates, se fueron a un arroyo cercano y después de lavarse hasta sacarse todo el excremento que los cubría y quedar como nuevos, se alejaron. Por su parte, la vaca, cuando se sintió mejor y estuvo en condiciones de ponerse en pie, caminó donde sus compañeras vacas y les contó la horrible experiencia que había tenido comiendo tréboles. La indigestión de la vaca corrió con la velocidad del rumor y llegó a los oídos de los caballos, las ovejas y las cabras, que evitaron acercarse a ese lugar a comer pastos y tréboles. A partir de entonces los duendes recuperaron la paz, teniendo a Crates por jefe y consejero. BLANCO Y NEGRO. Siete ratones blancos en una esquina se encontraron. Siete ratones negros en la otra esquina se encontraron. Siete más siete catorce. Catorce ratones andaban sueltos y ni un solo gato pasaba por allí. Uno de los ratones negros se paró entre los dos grupos y dijo: -¡Esta es una gran ocasión, una buena estrella nos guía! La calle es nuestra, el barrio es nuestro. ¡Hagamos lo que más nos plazca! Después de una corta deliberación, los ratones blancos y los ratones negros, acordaron ir al almacén, era domingo y la bodega del almacenero siempre estaba bien provista. La noche oscura favorecía el proyecto. Echaron todos a correr por la callejuela solitaria, ingresaron al recinto del almacén por un agujero en el cerco y estando al lado de la bodega treparon por la pared hasta una ventana entreabierta, y haciendo un atento examen del lugar, saltaron al interior. Tal como lo habían previsto, estaba llena de sacos, cajones y paquetes. Parado sobre una caja con huevos, uno de los ratones blancos, dijo: -Este momento quedará inscrito en la historia de nuestra noble y sufrida especie. Enseguida cada cual se dedicó a devorar lo que más le apetecía. Tanto comieron que ya no podían moverse, algunos se arrastraban por el suelo, otros rodaban como pelotas entre los sacos. A veces se oía un pedo, otras un eructo, y por último se durmieron todos. Dos gatos, uno blanco y otro negro, treparon por la misma pared y entraron a la bodega por la misma ventana, y al ver el magnífico festín que con tanta generosidad se les ofrecía, se miraron, acordaron, y se pusieron en acción con toda su energía. Acabada la masacre abandonaron el lugar con lento andar, mientras uno decía al otro: -¿Te acuerdas de ese gato viejo que rezaba para que llovieran ratones? Seguramente vivió por aquí. MEDIO PERRO. -¿Cuántas pulgas tiene medio perro? El que hablaba era Caupolicán, un perro negro y lanudo, y se dirigía a Lautaro, un perro blanco con manchas grises en el lomo. Ambos estaban echados al sol. Lautaro dobló la oreja derecha, un gesto que hacía cuando tenía que pensar en algo, enseguida, dijo: -No sé cuantas pulgas tengo yo y voy a saber cuantas pulgas tiene un medio perro que ni siquiera conozco. -Se nota amigo, que siendo usted un perro bastante poco sabe de perros -dijo Caupolicán, -sin embargo la respuesta es muy simple, medio perro tiene la mitad de las pulgas que tiene ese mismo perro entero. -Es usted un perro sabio, amigo mío, -replicó Lautaro. -No, perros sabios han sido muy pocos y pertenecen a tiempos lejanos, hubo uno llamado Diógenes, dicen que dormía dentro de un barril y le gustaba estar tirado al sol, igual que nosotros, pero eso ya es pasado. LA TORTUGA DE DOS CABEZAS. Hubo una vez una tortuga que tenía dos cabezas. Una pensaba y sentía como un sabio, por eso amaba la discusión y la reflexión. La otra pensaba y sentía como un sabio, por eso vivían en una constante discordia. Si una intentaba atrapar una mosca, la otra quería comer una mariposa. Si una quería dormir la siesta, la otra deseaba iniciar un debate. Cuando una hablaba de Platón, la otra hablaba algo de Aristóteles, si una elogiaba a Shakespeare, la otra levantaba el nombre de Cervantes. Como no podían estar de acuerdo ni tener un momento de paz, decidieron visitar el río y preguntarle al cocodrilo quién era la que tenía la razón. Caminando una, corriendo la otra, un poco avanzaban y otro poco retrocedían. Sin dejar de discutir llegaron al río con las primeras sombras de la tarde y acercándose a la orilla llamaron al cocodrilo que en aquel momento estaba en el fondo limpiándose los dientes con unas plantas acuáticas, pero escuchó los gritos de las dos cabezas y subió a la superficie. -¿Por qué me llaman?- preguntó con voz ronca. -Yo creo. . . – empezó a decir la que era partidaria de Platón. -No es verdad. . . -dijo la que era partidaria de Aristóteles. Y pronto estuvieron alegando entre ellas sin prestarle atención al cocodrilo que se había aproximado silenciosamente al borde tapizado de helechos. Cuando se halló a la distancia necesaria para atacar, el cocodrilo, abrió sus grandes fauces y se tragó a la tortuga de dos cabezas. Tal vez por esa curiosa circunstancia la encontró doblemente sabrosa. A partir de entonces, el cocodrilo recorre todas las tardes el río, subiendo por la orilla oriente y bajando por la orilla poniente, con la esperanza de tropezar con una tortuga de tanta sabiduría. CHANCHADA. Un chancho hundía el hocico en el barro, mordiendo las raíces. A su lado, un chinche le decía: -Tráeme el chonchón y no te pongai chinchoso cuando te pido el chonchón. Molesto el chancho le replicó: -No te traigo el chonchón porque no soy chinchoso y cuando quiero me achancho, -y siguió mordiendo las raíces. El chinche trepó por una de las patas traseras del chancho, recorrió todo el lomo, hasta llegar a una de las orejas y le repitió: -Tráeme el chonchón y no te pongai chinchoso cuando te pido el chonchón. Más molesto que antes, el chancho comenzó a revolcarse en el fango, girando como un remolino, y el chinche murió enterrado en el lodo. Luego, el chancho, se incorporó y con voz pausada, dijo: -No te traigo el chonchón porque no soy chinchoso y cuando quiero me achancho. -Y continuó devorando las sabrosas raíces. OPORTUNIDAD. -¡Oh, ardilla suculenta! ¿Cómo es que has llegado hasta aquí, tan cerca de mis fauces? El que hablaba así era un lince. Una pobre ardilla lo miraba aterrorizada, a su espalda había un árbol, si giraba para trepar, el lince le saltaría encima; además, el felino podía trepar con su misma agilidad. -¿Sabes? Soy muy malo y te voy a dar una oportunidad -dijo el lince. -¿Cuál? -preguntó la ardilla temblando. -Muy sencillo, voy a lanzar esta bellota al aire, si la atrapas antes que llegue al suelo, te salvas. De lo contrario eres una ardilla muerta. Diciendo y haciendo, el lince lanzó la bellota bien alta. Cuando venía a media altura, la ardilla saltó y la cogió, pero en lugar de caer en tierra firme, ingresó en las fauces del lince que había corrido a esperarla. Se la había tragado en un par de segundos y luego se pasó la lengua por los bigotes, celebrando su ingenio. Pero, cuando se disponía a dormir la siesta en una rama del árbol, una voz resonó a su espalda: -Yo no te voy a dar ninguna oportunidad. El felino giró de un brinco y se halló cara a cara con un cazador que le apuntaba con su escopeta. De inmediato se arrodilló y comenzó a pedir clemencia y hasta hubo algunas lágrimas que asomaron a sus ojos. Después de meditar un instante, dijo el cazador: -Está bien, te voy a dar dos alternativas, o terminas como un pellejo colgado en la chimenea de mi casa, o te vas a la jaula de un zoológico. Elige. -El zoológico, -contestó el lince sin pensarlo dos veces. Un año más tarde, el lince continuaba dando vueltas en el reducido espacio de su jaula, mientras pensaba:” ¿De qué sirve la vida sin la libertad? DOS RANAS. -Dos ranas conversaban sobre una piedra cubierta de suave y fresco musgo. Una era rana de pozo, la otra era rana de laguna, y comentaban las ventajas de vivir en un pozo o en una laguna. De pronto, vieron en el suelo, la sombra de las alas abiertas de un aguilucho que se acercaba, sin pensarlo, corrieron a la laguna que estaba más próxima y saltaron al agua, nadando a lo más profundo. Cuando el peligro había pasado, salieron a la superficie, observaron el entorno y volvieron a la piedra que tanto les gustaba para comentar lo sucedido. Pero, cuando ya se habían olvidado del asunto y continuaban hablando del pozo, de la laguna, se levantó un viento repentino que se mezcló con el polvo y las envolvió en una nube giratoria que empezó a elevarlas cada vez más. Aterrorizadas, las dos ranas se abrazaron pidiendo al ”Padre Eterno” que las salvara. Repentinamente la nube se disipó, ambas cayeron verticalmente en el pozo. Allí permanecieron abrazadas un largo tiempo, hasta que dejaron de temblar y recuperaron la calma. Aunque no tenían claro quién y como era el Padre Eterno, las dos estaban seguras que las había salvado; sin embargo, concluyendo que la prudencia puede faltar pero nunca sobrar, decidieron trasladarse a la laguna y vivir juntas en ella. Entonces, la rana de laguna le contó a su compañera, que siendo muy niña había escuchado a su abuela paterna una historia que relataba una lluvia de sapos ocurrida en un lejano tiempo y un lejano lugar. Seguramente, una ventisca como la que habían vivido recién provocó la lluvia de sapos. La otra, que también tuvo su abuela, y según dijo era muy versada en las cosas sagradas, le contó que en tiempos muy antiguos hubo lluvia de culebras, cangrejos y estrellas de mar. Esa noche, ninguna de las dos salió a cantar bajo la luz de la luna. LA REINA DE LAS AVES. Es cierto que el águila tiene ese algo de superioridad, como quien dice una dignidad propia. Será porque vuela tan alto. También sus rasgos: la mirada firme y el pico corvo le dan a su cara todo un carácter. Y, cuando despliega las alas y se remonta en el aire, y va subiendo hasta más allá de las nubes, no tiene rivales. Por eso creo que el águila es la reina de las aves. Y, esto que les digo ahora, lo decía también un cuervo, y se lo decía a un oso hormiguero que con atención lo escuchaba. Después de una pausa, el hormiguero, dijo: -Lo que usted comenta, hermano cuervo, es la pura verdad. Pero, yo le voy a contar una historia completamente opuesta, no con el afán de contradecirlo, que en todo estamos de acuerdo en lo que al águila se refiere. Pero, en mi familia hubo un caso tan particular que merece contarse y oírse. Le sucedió a mi abuela una vez que andaba en busca de hormigas y a mi me lo contó mi madre. Como le decía, mi abuela iba tras una hilera de hormigas. De pronto, descubrió, entre la hierba, un huevo enorme. Lo cogió y se lo llevó a casa, lo colocó en su lecho de barro y hierbas y lo abrigó con su cuerpo velludo hasta que se rompió el cascarón y un pollo de águila asomó pidiendo comida. Como es natural, mi abuela lo alimentó con hormigas y el polluelo se tornó tan aficionado a las hormigas que no probaba ninguna otra cosa. Mi abuela lo sacaba a pasear por donde andaban ratas y conejos, pero el aguilucho ni los miraba siquiera, solo se ocupaba de las hormigas. Fue creciendo, se volvió grande y fuerte, mas no intentaba abrir las alas y caminaba detrás de mi abuela y de mi madre y mis tíos, sin mostrar el menor interés por el vuelo. Preocupada por su suerte, mi abuela lo llevó al pie de la montaña, le mostró el cielo, abrió los brazos para enseñarle a batir las alas, pero nada, seguía caminando sin dar un sólo saltito. Mi abuela hizo un consejo de familia para tomar una decisión, pero mi madre y mis tíos estaban encariñados con el águila al que consideraban su hermano y se oponían a cualquier medida que los separara del ave. A escondidas, mi abuela la llevó donde el viejo búho, que de aves sabía un montón. El búho le habló de las águilas, de las altas montañas, de su emplumada y majestuosa estirpe, de su poderosa visión y afiladas garras, hechas para atrapar a sus presas, pero todo fue como predicar en el desierto. El águila regresó con mi abuela a la casa y no se movió de su lado, quiero decir de mi familia, hasta que murió de un ataque de hipo y una churretera de tres semanas, que le vino después de darse un atracón de hormigas que habría sido suficiente para alimentar a veinte osos hormigueros adultos. BIEN VENIDO. Heráclito era un orangután joven, vigoroso y altanero, que presumía de su fuerza, virilidad y buena salud. De los más débiles se burlaba, en las fiestas y reuniones presumía de ser el mejor bailarín o el más entretenido, y a los ancianos tenía en muy baja estima. Pensando que su manada era poca cosa para él, un día anunció su partida, cosa que alivió a muchos. Tal como había anunciado, una mañana de intenso calor, se marchó prometiendo no volver jamás. Durante varios días anduvo por bosques, cerros y valles, cruzó lagunas y desiertos, y por fin, una tarde de suave brisa, llegó al pie de un monte donde se alzaban verdes y fragantes grupos de encinas y corría un río de aguas caudalosas. Después de saciar la sed y reposar a la sombra de uno de los árboles, siguió orillando el río, hasta llegar a un claro rodeado de árboles y grandes piedras, que estaba habitado por una manada de orangutanes amables y acogedores que lo invitaron a comer y conversar. El jefe, que era un mono anciano de mirada bondadosa, lo había examinado con atención, moviendo la mano dijo: -Lleven a nuestro joven amigo al cuarto de los huéspedes, que descanse, y coma y beba todo lo que quiera. Lo llevaron a un sitio cercado por arbustos y piedras, en el que había un lecho de paja, allí se acostó. Luego, dos hembras jóvenes y bellas, le llevaron comida y jugos de la mejor calidad. Bebió, comió, hasta quedar totalmente satisfecho, y durmió toda la noche con una placidez que nunca había sentido, y se despertó pensando que ese era el lugar ideal para él. Al salir el sol, aparecieron dos orangutanes que lo invitaron a participar en las luchas que se hacían todas las mañanas para desarrollar la fuerza y destreza de los jóvenes. Heráclito se sintió encantado de poder mostrar su fuerza y poderío en la lucha porque pensaba que podía llegar a ser el jefe de la manada, para él un viejo no tenía nada que hacer frente a un grupo de monos como aquellos. El lugar de las luchas era una pradera plana, verde y fragante. El anciano jefe estaba sentado en una piedra, a su lado había otros orangutanes, y los competidores se amontonaban al otro extremo. Dos monos de mediana edad armaron las parejas. A Heráclito le tocó enfrentar a un orangután muy joven, más bien flaco, de mirada dulce y algo retraída. Los combates se sucedieron con gritos de entusiasmo a favor de unos y otros, hasta que llegó el turno del visitante, como llamaban en el círculo del jefe a Heráclito que avanzó hacia el centro de la pradera con los músculos del tórax y los brazos hinchados y una cara amenazante. El rival comenzó girando sin acercarse demasiado a su adversario, manteniendo siempre la vista en los movimientos y saltos de nuestro protagonista que se esforzaba por acortar la distancia para imponer su fortaleza física. El joven, que se llamaba Aníbal, eludía con gran agilidad los ataques frontales de Heráclito, dando saltos con gran rapidez a izquierda y derecha, buscando agotar a su rival. En un momento sorpresivo, Heráclito consiguió darle un golpe en el hombro, pero Aníbal pudo evitar la caída y retroceder, Heráclito se desestabilizó al no poder dar de lleno sobre su oponente, su propia fuerza lo hizo rodar por el prado aullando de ira. Aníbal aprovechó el instante en que su adversario se incorporaba dando un paso al lado, y le cayó encima con un formidable salto y golpeando con los pies el pecho de Heráclito lo derribó. El combate se alargó con momentos favorables a uno y a otro; todos contemplaban en silencio y con enorme interés porque la lucha era verdaderamente intensa y atractiva. Cuando el sol se levantaba muy alto, anunciando el mediodía, Heráclito tuvo que reconocer que no daba más y había sido derrotado. El joven Aníbal fue a saludarlo con el fin de reiterarle su amistad, mas nuestro protagonista le dio la espalda y se alejó gruñendo lleno de resentimiento. Inútiles fueron los llamados de los otros orangutanes, salió del lugar sin mirar atrás. Después de detenerse junto al río, Heráclito, saltó al agua y empezó a nadar. Arrastrado por la corriente, dio tumbos contra la orilla, afiladas piedras y espinudos matorrales, su marcha acabó dejándolo enganchado en gruesas y retorcidas raíces. Anochecía cuando logró zafarse y salir a tierra firme y quedarse tendido casi sin aliento. Los primeros trinos de los pájaros lo despertaron y le indicaron que ya amanecía. Se incorporó, con todo el cuerpo adolorido y echó a andar sin rumbo. Pero, no pudo relajarse porque de pronto se halló cara a cara con un leopardo hambriento. El felino se preparó para saltar, el mono a penas tuvo tiempo para correr usando las últimas fuerzas que le quedaban, y no se detuvo hasta caer de bruces entre un montón de figuras que no reconoció porque perdió el conocimiento. Al despertar se halló rodeado de otros orangutanes, los contempló con asombro, a medida que su vista se iba aclarando, descubrió que estaba en su antigua manada. -Bien venido a casa, -le dijo un viejo mono de frente arrugada y pelaje blanco. INSULTOS. -¡Me cago en el tigre y todas sus rayas! El que así, tan deslenguado hablaba, era el buitre Darío, acomodado en la rama de un árbol. Y como la rama estaba bastante baja, no pudo impedir que el tigre, que casualmente pasaba por ahí, se escondiera tras unos matorrales y oyera con atención al que lo denostaba con tanta soltura. -¡Me río del tigre que es un pobre diablo! -repitió el buitre que había estado en la cantina del cerdo Isidoro y aún no se mejoraba de la borrachera. El tigre se arrastraba muy despacito hacia el lugar donde el borrachín continuaba gritando: -¡Sí señor, el tigre es un pobre tipo! ¡Si lo tuviera aquí, frente a mi, lo hago papilla! El Pájaro Copuchento pasó volando junto a Darío y le avisó de la presencia del felino. El buitre se espantó y de golpe se le fue la curadera, abrió las alas para elevar el vuelo, pero lo hizo justo en el momento en que el tigre saltaba. Un feroz zarpazo le arrancó las plumas de la cola, se alejó volando de manera tan irregular que parecía haberse vuelto loco. Y es que la falta de la cola lo había dejado como barco sin timón. A poco andar, o mejor dicho volar, se estrelló contra unas rocas y se desplomó gritando y pidiendo socorro. Luego se incorporó PARA seguir corriendo como si el mismo diablo lo persiguiera, pese a que el tigre, satisfecho con el susto que le había provocado, dio la vuelta internándose en la espesura. No se detuvo hasta llegar a lo alto de la montaña, donde estaban sus compañeros buitres que al verlo en esa facha no lo reconocieron, creyendo que era un ganso salvaje se le fueron encima y lo habrían destripado de no ser por un buitre viejo y muy respetado que lo había estado observando largo rato y contuvo a sus enfurecidos parroquianos, diciendo: -¡Déjenlo, es Darío! CANGREJOS. -Todos los cangrejos tienen una piedra dentro del vientre, -dijo la jaiba. De inmediato se vio rodeada de cientos de cangrejos que protestaban a gritos. -Tú también eres un cangrejo, -decían unos levantando la voz por encima de los demás. -¡No, yo no soy un cangrejo! La discusión fue tremenda, los irritados cangrejos querían despedazar a la jaiba, pero un cangrejo de larga barba y frente arrugada, sugirió consultar al calamar para preguntarle si la jaiba era o no un cangrejo. Partieron a la cueva del calamar y le expusieron el asunto en discusión. El calamar se disculpó de responder aconsejando que le preguntaran al pulpo. Llegaron donde el pulpo, se repitió la misma escena, el pulpo les recomendó ir donde el delfín. Fueron donde el delfín y éste les dijo: -Yo no puedo aclararles eso, sin embargo, hay alguien que puede hacerlo, es el hombre.... Pero, es un ser muy peligroso, si quieren una opinión sincera, yo les aconsejo olvidar el problema y no acercarse a él. El orgullo y la ira suelen cegar la razón, sin oír al delfín fueron en busca del hombre. Después de mucho nadar llegaron a una caleta pesquera y vieron un hombre durmiendo en el interior de un bote que se balanceaba suavemente. -¡Oye, hombre del bote! -Gritó la jaiba. El hombre despertó, se acomodó en el asiento y preguntó a la jaiba que quería. Una vez más, atropellándose unos con otros, expusieron el problema. El hombre guardó silencio por algunos segundos, luego dijo: -Sí, yo tengo la respuesta, pero deben seguir mis instrucciones porque no los oigo muy bien, es mejor que estemos más cerca. Enseguida introdujo en el agua un canastillo de alambre sujeto por una cuerda y les indicó que se metieran todos en el canastillo. Los cangrejos y la jaiba lo hicieron y cuando estuvieron todos adentro, el hombre recogió la cuerda, sacando el canastillo del agua, luego vació su contenido en una bolsa que anudó con firmeza y una vez que hubo llegado a la playa, se dirigió con su bolsa al hombro, hasta el mercado, donde vendió la pesca que con tanta facilidad se le había presentado. CLARIDAD. -El hipopótamo Faustino entró apresuradamente en el río, llevaba el vientre hinchado y en cuanto estuvo en el medio de la corriente echó afuera toda la basura que tenía en los intestinos. Una gran mancha verde cubrió la zona. El hipopótamo nadó relajado y un centenar de pequeños peces llegaron a comerse la mancha verde, el agua volvió a ser clara. Enseguida apareció un cocodrilo que se tragó a los pequeños peces, el agua se puso más limpia y clara. Faustino salió del agua con ese andar reposado y balanceadito que tienen algunos presidentes de asociaciones bancarias y se fue a tender a la sombra de un árbol. Estando allí, recordó la frase de un inglés muy querido por los ingleses, que él había oído de su padre, que no era inglés porque era un hipopótamo y él siempre la recordaba cuando estaba tendido a la sombra de un árbol: “La imaginación nos consuela de lo que no podemos ser, el humor nos consuela de lo que somos”. Aunque los hipopótamos no poseen mucho sentido del humor, él tenía lo justo para consolarse. Pese a que no sabía de qué debía consolarse, su vida era totalmente placentera: nadar, comer, cagar y dormir. Cuando estaba a punto de quedarse dormido, a la sombra del árbol, recordó a una joven hembra perteneciente a otra manada. La había visto tomando agua en el río y alejarse con otro macho que, por su corpulencia y actitud, debía ser el jefe. Entonces se levantó de un brinco y salió corriendo hacia donde habitaba la otra manada, una vez allí, se fue en línea recta donde reposaba el macho jefe para desafiarlo a pelear. El otro era mucho más fuerte y aguerrido, de modo que no tuvo que bregar demasiado para derrotarlo. El hipopótamo Faustino regresó a su morada con menos elegancia, enseguida se metió en el agua del río para lavar sus heridas. En ese momento aparecieron los diminutos peces y luego el cocodrilo, el agua volvió a ser clara. DIPLOMACIA. El jefe de los búhos, serio, solemne, con aspecto de magistrado, visitó al jefe de los cuervos, astuto y mentiroso. Iba a quejarse porque los cuervos ocupaban, durante la noche, los árboles que eran de los búhos, y lo hizo diciendo: -Es cierto que nosotros trabajamos de noche y ustedes lo hacen de día, pero a nadie le gusta que le ocupen su casa mientras está afuera. -Tiene usted razón magistrado, le prometo que no volverá a suceder, -respondió el cuervo. El búho, serio, solemne, con aspecto de magistrado, regresó con los suyos, los reunió y les comunicó el resultado de su gestión. El jefe de los cuervos, astuto y mentiroso, también reunió a los suyos, pero para decirles que podían continuar ocupando los árboles de los búhos durante la noche. El jefe de los búhos, serio, solemne, con aspecto de magistrado, repitió varias veces sus gestiones diplomáticas, sin obtener ningún éxito. Entonces estalló la guerra, y fue tan larga y cruenta que sólo sobrevivió un búho y un cuervo. Ambos se reunieron, firmaron la paz y acordaron ocupar juntos el mismo árbol. LINGÜÍSTICA. -El profesor X elaboró una atrevida teoría, que causó grandes polémicas en la comunidad científica. Según el profesor X los gorilas podían aprender las vocales y algunas consonantes, y formar palabras y frases sencillas, en el lenguaje de los hombres. Para demostrar su teoría, se trasladó al zoológico de N sosteniendo que en dos años de convivencia con los gorilas podría demostrar sus afirmaciones. Con la autorización del director del zoológico, el profesor se instaló a vivir en el recinto donde estaban los grandes y fornidos primates. Al principio, los monos lo recibieron con franca hostilidad, pero el profesor supo sortear aquella situación. Después hubo un período de cautelosa confianza, luego una decreciente indiferencia, hasta que por último surgió una amistad que fue creciendo. Era habitual ver al profesor abrazado con un gorila o arrullado amorosamente por una hembra. Al cabo del primer año, los primates no habían aprendido ninguna vocal, pero el profesor emitía todos los gruñidos de los monos, con sus diversos matices e inflexiones. También, se hacía cada vez más difícil distinguir al profesor del resto de los primates. Antes del término del segundo año era casi imposible saber quién era el profesor, puesto que adquiría gradualmente la fisonomía y hábitos de los gorilas, que antes eran seis y ahora llegaban a siete. Un equipo de zoólogos eminentes, acompañados de veterinarios y biólogos, intentaron descubrir cual de los monos era el profesor, pero fracasaron en sus intentos, debiendo resignarse a la dura realidad: el profesor se había transformado en un gorila. En estado de primate, el profesor X se enamoró de una joven hembra y tuvo un hijo, un monito gracioso y muy inquieto. El pequeñuelo dio muestras de una gran inteligencia. A medida que crecía, el gorilita deslumbraba al público con sus actitudes y reacciones. Incluso, hubo gente que aseguró haberlo oído pronunciar algunas palabras y frases sencillas, en lenguaje humano, sin embargo, los científicos decidieron no dejarse influir por esos rumores, olvidándose definitivamente del caso. RAPSODA. -“El gato ladra, el perro maúlla, trina el ratón y la serpiente baila al compás de mi laúd”. -¿Quién dice tales disparates?-Preguntó la lechuza agitando airada sus orejas. -Para ti serán disparates, para mí es poesía, -respondió el topo sin dejar de rasguear las cuerdas del laúd. -¿Cómo te atreves a hablarme de poesía a mí? Debieras saber que en la ilustre familia de las lechuzas hay poetas tan grandes como Dante y Petrarca. -¿Y a quién le importa eso, dónde están, qué son? Polvo y olvido, -dijo el topo. -¡Insolente! Voy a convocar a la asamblea y pedir al jurado que te condene al destierro. -Haz lo que quieras hermana lechuza, -repuso el topo y se alejó repitiendo sus versos. La lechuza voló de árbol en árbol, de madriguera en madriguera, llamando a constituir la asamblea y el jurado cuyo presidente era su primo el búho. Cuando todo estuvo dispuesto, el acusado no apareció por ninguna parte, pero, los versos seguían dando vueltas en la cabeza de la lechuza que comenzó a cantarlos en voz alta. Al oírla, la asamblea y el jurado estimaron que estaba diciendo disparates, palabras ofensivas para los demás animales, especialmente para la ilustre familia de las lechuzas, y la condenaron al destierro, del que ni siquiera su primo el búho pudo salvarla. Amargada y herida, la lechuza partió al destierro y en un polvoriento camino se encontró con el topo que cantaba sus versos: -“El gato ladra, el perro maúlla, trina el ratón y la serpiente baila al compás de mi laúd”. Se unió a él y juntos recorrieron montes y valles, ahora el laúd acompañaba a dos voces. Convertida en rapsoda, la lechuza recuperó la felicidad, y cultivando la amistad del topo descubrió que su amigo tenía un talento versificador como el de aquel que alguna vez llamaron “fénix de los ingenios”. ESCUDO. El cóndor y el huemul, comentaban la frase que llevaba inscrita el escudo de Chile: “Por la razón o la fuerza”. Después de algunas deliberaciones, decidieron conseguir pintura y pincel, para cambiarla. -La razón nunca puede ser reemplazada por la fuerza, -dijo el huemul. -Es cierto, -replicó el cóndor. Largo rato estuvieron proponiendo frases sin llegar a un acuerdo. Hasta que el cóndor, dijo: -Mi abuelo fue un gran trotamundos, en sus andanzas se paseó por América del norte, allí conoció a un perro que era muy letrado, ese perro le enseñó un montón de frases y aforismos, uno de ellos era de un tipo que gustaba de los animales y las bromas, y había escrito la historia de una tal rana saltarina. Mi abuelo, siendo cóndor, tenía memoria de elefante, le repitió esas frases a sus hijos, también a sus nietos, yo recuerdo una que podría servirnos para la ocasión. Se la refirió al huemul quién la encontró la más adecuada y juntos comenzaron a trabajar. Al tercer día terminaron su obra con mucho orgullo. La nueva frase decía: “Recoge a un perro abandonado, cuídalo, aliméntalo, y te será fiel. Esa es la principal diferencia entre el perro y el hombre”. -Aunque no soy un perro, me gusta, -dijo el huemul. CAPERUCITA. -El loro Lorenzo, que en paz descanse, era el gran amigo del orangután Orango. Por las tardes de sol intenso solían acomodarse junto al tronco de un roble a charlar y tomar cerveza. Una de esas tardes, Lorenzo dijo: -¿Te has dado cuenta hermano Orango en lo estúpido que pueden ser los hombres? -Francamente no, más bien los encuentro crueles, y no sé si la estupidez lleva a la crueldad o son cosas diferentes. -Bueno, eso ya es filosofía y yo no le hago al caldo de cabeza, -repuso Lorenzo echándose un trago. -Pero lo que quiero contarte es una anécdota, hace muchos años, cuando era un lorillo, viví en una casa de los hombres... Por supuesto, me tenían encerrado en una jaula porque les gusta apoderarse de todo lo que los rodea, para ellos la propiedad es más importante que la vida. Y tienen la curiosa costumbre de contarle historias a sus crías para que se duerman, aunque algunos de sus cuentos paran los pelos. Otros no tienen patas ni cabeza. -Después de una pausa, siguió hablando: -En esa casa, donde estuve enjaulado, escuché a un abuelo contarle al nieto un cuento llamado ”Caperucita Roja”. Era la historia de una niña que desobedeciendo a su madre cruzaba el bosque para ir a la casa de su abuelita que vivía en lo alto del monte y llevarle una canasta con leche, miel y pan. En el camino se encuentra con un lobo hambriento, conversan y el lobo se entera del motivo y el lugar al cual va Caperucita, entonces corre veloz, usa un atajo, llega a la casa, devora a la vieja, se coloca sus vestidos y se mete en la cama a esperar a la niña. ¿Crees que un lobo hambriento se iba a comer a una vieja con menos carne que una varilla de paragua, teniendo al lado a una niña rozagante y saludable? Y como si eso fuera poco se pone la ropa de la veterana, ¿era un lobo travesti? Como para rematar la cosa, caperucita cree que el hocico del lobo, sus colmillos y sus orejas son los de la abuela, ¿tan fea era la vieja? El orangután soltó una estruendosa carcajada y ambos amigos continuaron comentando la historia, sobre la cual Lorenzo agregó otros detalles que consideraba insólitos, pero necesarios para saborear mejor la cerveza. Sin embargo, no pudo agregar mucho más porque una bellota grande y roja cayó en su cabeza y lo dejó muerto ahí mismo, al pie del roble. EL CANARIO. -El gato Abraham era un especialista en canarios. Esto no porque se los comiera sino por ser un ornitólogo autodidacta, y dentro de esta afición, había profundizado en la vida de aquellas encantadoras avecillas. Claro que su campo de investigación se reducía a los dos canarios que habitaban la jaula que colgaba del techo del salón, en la antigua casa donde vivía. Una mañana, mientras descansaba tendido al sol, sintió que se le caía el pelo de todo el cuerpo y enseguida se le cubría de delicadas plumas amarillas. Como era un observador nato, en lugar de aterrarse, se incorporó con calma y reflexionó sobre el fenómeno, buscando una respuesta, aunque sabía que a veces es mejor comenzar por las preguntas. Luego se le desprendió el rabo y fue sustituido por una cola de rectas plumas. Entonces soltó un maullido, comprobando con asombro que en vez de maullido era un melodioso y vibrante trino. Después perdió las patas delanteras, las traseras se convirtieron en delgadas patas de pájaro y, finalmente, entendió que se había convertido en un canario. Volviendo a reflexionar, recordó ese aforismo japonés que dice: “Si las comprendes, las cosas son lo que son. Si no las comprendes, las cosas son lo que son”. Resignado a su peculiar metamorfosis, agitó las alas y echó a volar hacia un almendro que había en el patio, saltando de rama en rama, hasta detenerse en una situada a corta distancia del suelo, allí se dedicó a cantar, disfrutando al darse cuenta que su trino superaba en mucho al de las demás aves. Pero, un gato menos refinado (al que nada importaban los fenómenos extraordinarios y paradojas de la vida) que lo había estado siguiendo, le saltó encima y lo devoró en pocos minutos. DOS GALLINAS. -La gallina gris puso un huevo, como era su primer huevo, salió cacareando por el gallinero, quería que el mundo entero conociera su logro. La gallina roja puso un huevo, como era su primer huevo, salió cacareando por el gallinero, también quería que todos supieran lo que había conseguido. El calor sofocaba y era la hora de la siesta, de modo que las demás gallinas no les hicieron el menor caso. Cuando las dos se encontraron, decidieron mostrar su huevo una a la otra. -El mío es más grande, -dijo la gallina gris. -Estás ciega, -repuso la gallina roja. Pronto estuvieron discutiendo acaloradamente. Mientras tanto, dos ratones experimentados y temerarios, entraron en el gallinero y cada uno se llevó uno de los huevos. Terminada la discusión, las gallinas regresaron a sus nidos y al no hallar sus huevos comenzaron a gritar con desesperación. Entonces apareció un gallo viejo, que en su juventud había sido un gran cantor de boleros y también algo letrado; mirando con cierto aire de desdén a las gallinas, dijo: -¿Qué ocurre muchachas? Las gallinas le explicaron lo que había sucedido. El gallo enderezó el cuerpo todo lo que podía según sus años y la artritis que lo aquejaba, y haciendo un gesto reflexivo, habló: -Como dijo el poeta español, si de huevos se trata, deja a las gallinas hablar, -enseguida giró con lentitud y se marchó con la poca dignidad que el cuerpo le permitía. Las gallinas se miraron sin entender nada y volvieron a gritar y correr de un lado a otro, buscando por los rincones del gallinero. Los huevos no aparecieron. Angustiadas, cada una se echó en su nido y estuvieron allí un mes sin comer, sólo bebiendo agua. Cuando se recuperaron de la depresión, estaban reducidas al tamaño de una paloma y prometieron no volver a pelear. MONÓLOGO. -Me han dicho, hermano pato, que usted actuará esta noche en el teatro del faisán, -dijo el gorrión. -Es cierto, -respondió el pato inflando el pecho y estirando el cogote. -No sabía que usted tuviera cualidades artísticas. -Es mejor no alardear de nuestros talentos, -dijo el pato con afectación. Después de un instante de silencio, que aprovechó para tragarse una mosca, el gorrión, preguntó: -¿Se puede saber, hermano pato, en qué consistirá su actuación? -Bueno.... Es un monólogo. -¿Un monólogo, qué es eso? Antes de contestar el pato se balanceó en ambas patas, tragó saliva, luego dijo: -Es una pieza literaria, en la que el actor, y yo soy un actor, expresa una situación que lo conmueve, lo estremece, lo sacude en lo más hondo de sus fibras sensibles. Requiere un extraordinario talento porque el actor está sólo en el escenario y debe conmover al público no sólo con la voz, también con los gestos que son de primerísima importancia. -¿Y, no podría adelantarme algo? –Preguntó el gorrión. -No es una mala idea, aún me queda tiempo, esta laguna a mi espalda y el sol escondiéndose de a poco, es un escenario magnífico, -dijo el pato, enseguida se irguió con majestuosidad, antes de agregar: -Se llama “Monólogo del así”. Para una mejor comprensión, no olvide lo que le expliqué antes. Ahí va, como un regalo para usted: -“¡Así, qué palabra! Con una S fuerte y un preciso acento en la I. ¡Así! ¿Cómo suena? Y yo mismo me respondo: “Como una piedra cayendo al agua”. Tres formidables letras, A, S, I. A de avellana, S de sapo, I de isla. ¡Así, así, así! Así me gusta a mí. ¡Qué sonido, qué cadencia! Así hablo, así me expreso, así actúo, así soy, así no soy, así siento, lo siento, dos cientos, tres cientos y mucho más, y todo gracias al así. Así, sí señor. Así, sí señora. Así no más, deslizante y sencillito. Puramente así. Así como canta el bolero. ¿Cuál bolero? Ese que le gusta a mi comadre. ¿Quién le dijo eso a mi comadre, si ella es así? ¿Y, por qué no va a ser así si ella quiere ser así? Así se dice, así se hace, así se tiene, así no se tiene, así y solamente así. Do, re, mi, así, así, así en sol mayor. Tres formidables letras y el mundo a mis pies, o mejor dicho mis patas. Así, asá, acento, asunto, asiento, lo siento pero las cosas son así. Así no más. Así lo hizo, así lo entregó, bueno, regular o malo, pero así fue. ¿O me va a decir usted que no lo hizo? ¿Hizo Dios al mundo? Así es. ¿En cuanto tiempo? No lo sé, pero fue así. Dicen que en siete días, pero no me consta. ¿Cómo así? Claro que sí. Así el día. Así la noche. Así la lluvia. Así el sol. Así la tierra, así el mar, así los peces, así los patos. Así es, así no es, así es y no es. Como quién dice diciendo sin decir. ¿Y qué me importa a mí? ¡Claro que me importa! Así, así, así. Así no más, despacito por las piedras, que las piedras duelen según como caen y caen de arriba a bajo, porque así debe ser y así es. Así, así, como quien dice “camarón que se duerme se lo lleva la corriente”. ¡Sí señor, se lo lleva la corriente! Dormido o despierto se lo lleva. Así es y así será. Patos, gallinas, gorriones, aves todas y todas aves. Así, así. ¡Así, qué palabra! ”Clarín se llamaba el buey, Mariposa la vaca”. Clarín no tiene S, pero Mariposa tiene S. Sí señor, si señora, la S de así. Que las mariposas son sabrosas, eso no se puede negar. Y vamos rodando de A en A, de S en S, de I en I. Tres formidables letras, A, S, I. las letras de así. ¿O, acaso alguien lo pone en duda? Claro que no. Claro que sí. ¿Cómo? ¡Ah, bueno! Si no lo entiende quédese callado. No señor, sí señor. Así es y así será”. Cuando el pato terminó su monólogo, bañado en sudor, arrastrando la cola y las alas, miró en su entorno, el gorrión no estaba y ya era de noche. GODOY. -Érase un ratón viejo, gordo y contento. Vivía en el campo, su madriguera estaba en el tronco de un árbol. El árbol era grande, frondoso, y le proporcionaba al ratón sus frutos y semillas. En el verano lo protegía del calor con su fresca sombra, en el invierno sus gruesas ramas, lo protegían del frío y del viento. El ratón, que amaba al árbol, era un roedor completamente feliz, tenía todo lo que un individuo sensato puede desear: casa, alimento, abrigo, tranquilidad, belleza. Digo esto último porque a nuestro ratón le gustaba observar las flores que bordeaban el riachuelo donde iba a beber, las piedras del fondo y los diminutos peces de variados colores que nadaban con tanta gracia. También le gustaba pasear de noche, contemplar las estrellas que brillaban en lo alto y pensar que eran semillas de luz. En todo caso, el ratón, que se llamaba Godoy, nunca se alejaba más allá del riachuelo, ese era su mundo y estaba satisfecho con él; siendo completamente iletrado, parecía conocer esa máxima de Pascal que dice: “Todos los problemas les vienen a los hombres por salir de sus casas”, claro que en esta ocasión habría que cambiar ”hombres” por ”ratones”. Cambio que, tal vez, mejora la máxima. En cierta ocasión, Godoy fue a beber al riachuelo y con gran sorpresa descubrió a otro ratón en la orilla. Fue una sorpresa porque hacía tanto tiempo que vivía en aquel lugar y era la primera vez que se topaba con alguien de su misma especie. El otro ratón era joven y lo miró con desconfianza, pero Godoy era de natural amable, de modo que lo saludó con la mejor voz que pudo, enseguida le dijo: -¿De dónde viene usted? -Voy de paso, quiero llegar por la tarde a la estación, - contestó el otro. -¿ La estación ¿- preguntó Godoy con asombro. -Sí, quiero tomar el tren de las seis para viajar al pueblo. El otro ratón le habló a nuestro amigo de la estación, los trenes, el pueblo, los almacenes, las bodegas de trigo y tantas cosas extraordinarias, que Godoy se sintió avergonzado de lo pequeño que era su mundo. Luego el otro lo invitó a viajar con él. Godoy lo pensó, tuvo muchas vacilaciones, pero el ratón joven lo convenció. Godoy corrió a su madriguera, preparó una maleta de mimbre que no había abierto jamás, la limpió, guardó en ella lo indispensable, se despidió del árbol con lágrimas en los ojos y partió con su nuevo amigo rumbo a la estación. Todo lo que veía a su paso, lo maravillaba, lo sorprendía, el ratón joven le encendía la imaginación con sus relatos. La vista del antiguo edificio de la estación, dejó a Godoy con la boca abierta, el andén por donde caminaban hombres, mujeres, niños, mozos acarreando maletas, bolsos, cajas, y la imponente silueta de la locomotora enganchada a los vagones, le pareció algo que superaba su imaginación. Sin embargo, aún no se recuperaba de la honda impresión que le causaba la escena abierta ante sus ojos, cuando tuvo que dar un brinco formidable y soltar la maleta. Un gato blanco, con manchas negras, de ancho hocico y afilados colmillos, se les fue encima gruñendo con ferocidad. Trepando por un muro, lograron salvar el pellejo, pero el corazón de Godoy daba saltos angustiosos. Conducido por su amigo -después de múltiples tropiezos,- llegaron al último carro y subieron corriendo por la escalerilla. El interior del vagón estaba ocupado con cajas, tablones, tubos de cobre y bolsas de cemento. -Este es un carro de carga, pero viajaremos bien. Podemos acomodarnos en las bolsas,- dijo el ratón joven. A Godoy no le gustaba tanto como al principio la aventura, pensó en su amigo el árbol, una sensación de nostalgia se apoderó de su ánimo, luego desfilaron por su memoria el riachuelo, las flores, el cielo estrellado… Soltó un largo suspiro. El tren comenzó a moverse, primero muy lento, enseguida más rápido, hasta alcanzar ese traqueteo monótono, rítmico, adormecedor. De pronto se abrió la puerta del extremo opuesto y entró un hombre con un overol azul y un gorro con visera, que llevaba una escoba en la mano. El sujeto comenzó a mover las cajas, las bolsas, y al descubrir a los dos ratones se dedicó a repartir escobazos. Godoy con su amigo saltaron al exterior por una ventanilla que estaba abierta y fueron a caer encima de unas piedras, quedando machucados y adoloridos. Cuando por fin pudo sentarse, Godoy se pasó la lengua por los bigotes, tragó saliva, luego habló de la siguiente manera: -Mire paisano, usted es joven. Pero, yo soy viejo, vivía tranquilo y feliz en mi pequeño mundo, he sido un tonto al seguirlo, nunca es bueno cambiar lo seguro por lo incierto cuando se ha cumplido cierta edad. Este asunto se acabó, vuelvo a mi casa de la que nunca debí salir... En cuanto a usted, siga rumbeando por ahí, pero no meta a otros en sus líos. Dicho lo anterior, y después de secarse las gotas de sudor que le empapaban la frente, se dio la vuelta y echó a andar hacia su querida casa. A la mañana del día siguiente llegó al riachuelo, su corazón se estremeció de alegría al ver los lugares de siempre. Saludó a las flores, al agua, a los peces diminutos del fondo, al pasto, bebió hasta saciar la sed. Luego corrió hasta el árbol, lo abrazó, besó la corteza y casi llorando le contó todo lo que le había sucedido, prometiendo no volver a separarse de él. El árbol, que también lo quería, le respondió con el armonioso rumor de sus hojas. SOLUCIÓN. -Creo que si cambiamos nuestro olor sería la solución para nosotros. -¿Cómo así? -Bueno, un perro se guía por el olfato, y en cuanto capta nuestro olor nos persigue guiando al cazador. -Es cierto, pero imposible de llevar a la realidad, nuestro olor nos acompaña toda la vida. Quienes así hablaban, eran Moctezuma y Atahualpa, dos zorros echados bajo un arbusto que los protegía del intenso calor de la tarde. -Efectivamente, hermano Atahualpa, sin embargo hay una solución que puede convertirse en realidad. ¿Qué cosas molestan a los perros de caza? -Supongo que el olor picante de algunas plantas, -respondió Atahualpa, soltando una risita irónica. -¡Exactamente! ¿Qué características tienen las plantas? -dijo Moctezuma, y se respondió a sí mismo: -Color, forma y olor, este último es el atributo que a nosotros nos interesa. Debemos buscar una infusión de hierbas que al ingerirla nos impregne de olor a vegetales, por ejemplo, ajo, perejil o pimienta, quiero decir algo que irrite el olfato de los perros, o les desagrade, y los haga alejarse. -¡Me parece genial hermano Moctezuma! Pero, hay que hallar a alguien capaz de hacer esa maravilla de infusión. -¿Te has olvidado del profesor Primarius? Atahualpa dio un salto mientras gritaba: -¡Tienes razón! -Y en su mente se dibujó la imagen del viejo y paciente ratón de campo que había dedicado su vida al estudio de las plantas y había salvado la vida de cientos de animales moribundos. Ambos zorros se dirigieron al trote a la madriguera del profesor, que estaba situada en un hueco, al pie de una encina. No tenían apuro, deseaban comentar la idea que sería causa de una nueva era para la familia de los zorros. Uno quería ser un zorro con olor a pimienta, el otro quería oler a comino. Cuando llegaron, Moctezuma llamó con un silbido y ambos esperaron anhelantes. Sin embargo, nadie respondió. Moctezuma volvió a llamar y después de unos minutos apareció la esposa del profesor Primarius, su cara estaba bañada en lágrimas, y dijo con voz acongojada: -Mi marido falleció anoche, mientras estudiaba una nueva mezcla de hierbas que podía cambiar el olor de los zorros. Los dos zorros se miraron incrédulos y dando su sentido pésame a la viuda se marcharon con las cabezas inclinadas. Y no alcanzaron a reflexionar mucho sobre lo ocurrido porque una jauría de perros se les fue encima y tuvieron que salir huyendo a toda velocidad, corriendo en direcciones opuestas para dividirlos. Las balas silbaban sobre sus cabezas y nadie supo si salvaron con vida. ¡Ojalá lo hayan conseguido! DE PARRANDA. -Que el lenguado no es cualquier pescado, nadie lo puede negar. No cualquiera tiene los ojos en el mismo lado, ni va por el agua así, como quién dice, de costado. Por el agua sí, un tanto inclinado, como si fuera un viejo, un viejo embriagado. Y es que un pescado, en este caso, el lenguado, puede también embriagarse, claro que sí. Es precisamente eso lo que le pasó esa noche al pobre lenguado. Estaba de cumpleaños y después de una fiestecita muy alegre y regada, decidió seguir la juerga en la taberna del señor jurel, que como tabernero tenía su prestigio y un vino de algas de la mejor clase. Además, el señor jurel era un gran conversador, cosa que le agradaba mucho al lenguado. Por eso se quedó hasta el amanecer, bebiendo y charlando. Bebiendo a traguitos cortos y conversando, conversando así, despacito, sin apurarse, paladeando el vino y las anécdotas. Que para eso de las anécdotas el jurel era un maestro, y parado detrás del mesón, con el delantal anudado al cuello, iba desenrollando las palabras unas tras otras, y entre risitas y comentarios, el tiempo no se notaba y los relojes, que también se divertían, dejaban de hacer su tarea y aunque fueran las tres de la madrugada, las manecillas continuaban pegadas en las doce. Y el lenguado, que ya estaba mareado, no se movía de su silla, sin pensar en su casa, en su esposa y sus cuatro hijos. Por eso le sucedió lo que le sucedió. No fue mala suerte ni su mala estrella, además, el lenguado se llevaba muy bien con las estrellas, las estrellas de mar claro está. El asunto es que cuando salió de la taberna, bastante borracho, a eso de las cinco de la madrugada, apenas podía moverse y soltaba continuos eructos. Y fue al doblar una esquina, justo a dos cuadras de su casa. Ahí estaban, como si lo hubieran esperado toda la noche, pero no lo habían esperado, simplemente estaban ahí y lo vieron pasar y se le fueron encima. Eran tres pulpos jóvenes, no muy grandes, pero eran tres y pegaban firme mientras lo subían y bajaban a gritos e insultos. El lenguado intentó defenderse, sin embargo, no tenía nada que hacer frente a sus asaltantes, y si no hubiera sido por una manta raya que apareció de quien sabe dónde, y le prestó ayuda, ahí mismo lo matan. MOSCAS. -¿Qué le ocurre señora codorniz? –Preguntó la señora pata, con cara de espanto. La codorniz se revolcaba en la tierra agitando las alas y todo su cuerpo, lanzando chillidos, como si fuera víctima de un ataque mortal. Cuando por fin logró serenarse y ponerse en pie con una cara de haber enfrentado a las tropas del demonio, exclamó: -¡Las moscas, son las moscas! -¿Qué pasa con las moscas? –Preguntó la señora pata más asombrada que antes. -¿Qué pasa? ¿Acaso no conoce usted a esas infernales criaturas? Después de menear la cola y estirar el cogote, la señora pata, contestó: -Claro que las conozco, pero no creo que sean tan infernales como usted dice. -¿Ah, no? Se paran en la mierda de las vacas, revolotean sobre mis alimentos, se posan en mi cara, van y vienen con horrible insistencia, giran y zumban y siguen girando sin que nada las detenga, y usted las defiende. -Yo no las defiendo, sé que son molestosas, pero creo que usted exagera señora codorniz, si tanto la irritan podría buscar otro lado para vivir, una parte donde no hallan tantas moscas. -Claro, para usted es fácil decirlo, como vive metida en el agua y allí las moscas no llegan, no ve mi problema. La señora pata guardó silencio, mientras observaba como la codorniz corría de un lado a otro yendo y viniendo al tiempo que gritaba: -¡Sí, eso haré, irme de aquí! -Me parece bien, pero piense con calma donde buscar un nuevo sitio, -dijo la señora pata, -mi abuelo, que era un pato muy versado, nos contaba que un sabio de la antigüedad, que según mi abuela estaba medio emparentado con nosotros, decía: “A quien corre en un laberinto su propia velocidad lo pierde”. -¿Y eso a quién le importa? ¡Lo único que deseo es largarme de aquí! Después de aquella declaración, la codorniz salió corriendo sin parar un solo segundo y se perdió en la distancia. Por su parte, la señora pata regresó a la laguna, donde comentó con los suyos todo lo que había oído y presenciado. Transcurridos un par de días, el Pájaro Copuchento, que se detuvo en la laguna para beber agua, le contó a la señora pata que la codorniz había perecido al caer en una trampa colocada por un cazador. La señora pata reflexionó un instante, antes de decir: -Creo que las moscas son menos peligrosas que las decisiones precipitadas. DIABLADAS. -El diablo grande y el diablo chico estaban alegando. El diablo grande encendió el hornillo y al diablo chico lo agarró por la cola y lo metió enterito en el hornillo y cuando estimó que ya estaba a punto, quiero decir, cuando estuvo bien dorado por los cuatro costados, con papas fritas y pebre se lo comió. -¿Está seguro de lo que me cuenta, hermano cuervo? -Dijo el ganso meneando el cogote. El cuervo se acomodó en la rama y aclaró la garganta, antes de responder: -Completamente seguro hermano ganso. Si el diablo, aunque no es tan malo como los hombres tiene su carácter. Y, aunque usted no lo crea, tan perdido no anda porque tiene sus motivos para hacer diabluras. Las fábulas y leyendas cuentan que Dios lo expulsó del cielo por ser un ángel rebelde, de esos que ahora llaman díscolos y no están dispuestos a obedecer ciegamente todo lo que los otros ordenan. Y es que no sólo lo expulsó del cielo, sino que también le quitó su belleza, porque además de rebelde era el ángel más bello, y eso, como usted comprende, deja mal parado a cualquiera porque hay que tener algo de que agarrar la autoestima. Entonces el individuo compensó la pérdida con la astucia y el gusto por las pillerías. El ganso agitó las alas y volvió a menear el cogote antes de preguntar: -Y, usted, hermano cuervo, ¿por qué lo defiende tanto? -Como no lo voy a defender si cuentan esas mismas fábulas y leyendas que nosotros los cuervos somos sus descendientes. ¿De dónde cree usted que nos viene el plumaje negro y la astucia? -¡Carajo! No lo había pensado nunca. ¿Y cómo es su tío con nosotros los animales? -Remató el ganso con una mirada oblicua. -Con nosotros no se mete porque también es medio animal y dicen que hay muchos casos en que nos ha tendido una mano amiga. En todo caso, creo que en el fondo es un sentimental, que sueña con un reino donde no sólo los ángeles bellos y perfectos puedan tocar la lira y las trompetas del éxito y el triunfo, sino también puedan hacerlo los menos dotados. La conversación siguió hasta que llegó la gansa y el ganso tuvo que despedirse de su amigo el cuervo, no sin antes decir: -La verdad, hermano cuervo, que usted me deja asombrado, y también un tanto ofendido porque los gansos no somos negros sino blancos, es decir, según sus palabras, no estamos emparentados con su tío y por eso somos menos pillos que usted. UN DUELO SINGULAR. El rinoceronte y el hipopótamo habían agotado las conversaciones, y como no consiguieron ningún resultado, decidieron resolver sus asuntos pendientes mediante un combate. El rinoceronte, que era solitario, de mal carácter y tozudo, se preparó dando cabezazos contra un enorme y duro tronco. El hipopótamo, que era irritable, impulsivo y desconfiado, se preparó nadando, corriendo y recibiendo los martillazos en la cabeza propinados por un amigo al que pidió ayuda en su entrenamiento. Los padrinos del rinoceronte, un búfalo y un conejo, intentaron aconsejarlo sin mucho éxito. Los padrinos del hipopótamo, un oso y un loro, también hicieron lo que podían. Llegado el gran día, los padrinos de uno y otro estuvieron en el lugar convenido cuando empezó a clarear, y esperaron hasta que el sol estuvo alto, pero, ni el rinoceronte ni el hipopótamo aparecieron. Entonces, y poniendo en práctica lo establecido antes del combate, se decidió que dos de los padrinos debían enfrentarse; y estuvieron discutiendo hasta la puesta del sol, momento en que lograron un acuerdo: El conejo, padrino del rinoceronte, se enfrentaría con el oso, padrino del hipopótamo. Por su parte, el búfalo y el loro, actuarían como ministros de fe. Pero, cuando todo ya estaba dispuesto, el loro, dijo: -¿Por qué tienen que sacrificarse el conejo y el oso si no son ellos los que han fallado? El búfalo estuvo de acuerdo con el razonamiento del loro. El conejo y el oso lo comentaron y concluyeron que el loro estaba en lo cierto. Después de algunas deliberaciones acordaron ir a comer a la casa de la garza, que preparaba unas cazuelas de chuparse los dedos y tenía un vino de primera clase. Conversando alegremente llegaron a la casa de la garza y entraron para buscar una mesa donde pudieran acomodarse los cuatro, y se llevaron una tremenda sorpresa, al ver, sentados en una mesa situada junto a una ventana, al rinoceronte y al hipopótamo, compartiendo una jarra de vino. Hablando con voz traposa, el rinoceronte les dijo que habían decidido prolongar las conversaciones porque la violencia no era el camino. El hipopótamo intervino para aclarar: -Hemos acordado resolver el conflicto en un lance de pedos. -Sí, estábamos esperando que llegaran ustedes, -agregó el rinoceronte. Los cuatro padrinos juntaron una mesa con la de los dos contrincantes, y el oso, dijo: -Tendrán que esperar un poco más porque nos vamos a servir una cazuela y una jarra de vino. La garza atendió a los nuevos clientes con su habitual amabilidad y se retiró en silencio. -¿Cómo será el lance? -preguntó el conejo. El hipopótamo, que acababa de vaciar su vaso, contestó: -Cada uno se tirará cien pedos frente a la pendiente de las piedras sueltas, el que haga correr más piedras es el ganador y le impone sus condiciones al otro. -Sí, con ese fin nos hemos comido treinta platos de porotos cada uno, -dijo el rinoceronte. Cuando terminaron de comer y charlar, ya comenzaba a madrugar. Salieron todos a paso lento y se encaminaron hacia la pendiente. Una vez allí, los padrinos repasaron, en voz alta, las condiciones del singular duelo. Por sorteo le tocó al hipopótamo iniciar la primera serie de diez pedos. El panzudo e irritable hipopótamo se colocó de manera que su culo apuntara a la pendiente llena de enormes piedras grises. Los diez pedos atronaron el aire y toda la tierra tembló. Varias piedras se movieron y algunas rodaron unos cuantos metros. El oso y el loro anotaron las piedras que se habían movido y las que habían rodado. Luego le correspondió su turno al rinoceronte que también apuntó con el culo hacia la pendiente, los diez pedos resonaron como truenos y otras tantas piedras se estremecieron y algunas se movieron. El conejo y el búfalo anotaron la puntuación del rinoceronte. El lance continuó hasta la quinta serie, en ese momento se oyó un ruido tremendo, como si una manada de elefantes corriera atropellando todo lo que hallaba a su paso. Eran las piedras que rodaban a gran velocidad por la pendiente. Los padrinos alcanzaron a correr y saltar para salvar el pellejo, pero, el rinoceronte y el hipopótamo fueron aplastados por la avalancha. TRISTEZA. -No puedes evitar que el pájaro de la tristeza revolotee sobre tu cabeza, pero puedes evitar que haga nido en ella. -¿Quién dice eso? -preguntó el zorro. -Yo lo digo y lo repito, -contestó un zorzal gordo y bonito que estaba posado en la rama de un almendro. El zorro lo miró y su lengua se llenó de saliva, imaginando al zorzal entre sus fauces, luego dijo: -¿Qué te parece si bajas al suelo y lo conversamos con calma? La tristeza es un tema que siempre me ha interesado. -Está bien, -repuso el zorzal, -pero antes colócate debajo de mi rama, quiero ver qué tipo de zorro eres. -¡Oh, que ocurrencia! Soy un zorro muy ordinario, nada especial hallarás en mí, pero obedezco tus instrucciones. Cuando el zorro estuvo debajo de la rama donde estaba el zorzal, levantó la cabeza y poniendo los ojos más tristes del mundo, esperó el examen del ave. Entonces el zorzal soltó el esfínter y dejó caer una porción de excremento sobre los ojos del zorro que empezó a gritar: -¡No veo nada, estoy ciego! -¡Anda donde el cazador, él te devolverá la vista! Y, también, te puede hablar algo de la tristeza, -le dijo el zorzal y se echó a volar hacia otro árbol. EMBUSTERO. Que el mono se escapó de un circo, eso nadie lo niega, en toda la selva nadie lo niega, ni la jirafa, ni la hiena, ni el pájaro Copuchento que lo sabe todo y lo que no sabe lo inventa. Es que este mono aprendió las pillerías de los hombres, y esto es mucho decir para un mono y también para los demás animales que debían soportarlo. A los gorilas les contó que en el circo donde él había trabajado había un elefante de dos trompas y tres colas, que bailaba sobre una bola de cristal. A los mandriles les dijo que había un payaso que se metía entero en la boca del león, dejando los zapatos afuera, y que el león lo vomitaba cuando el domador hacía sonar un pito. A las cebras les habló de una jirafa sin manchas, entera azul, que usaba una bufanda roja de un kilómetro y medio de largo. Deslumbró a las hienas, describiendo a una foca con cara de orangután y cola de zorro que hacía piruetas en el interior de una tinaja llena de agua. Pero, su labor no sólo se concentraba en contar toda clase de historias, también practicaba el engaño, y los embustes más variados, para apoderarse de los alimentos y posesiones de los otros animales. Su audacia llegó al límite cuando se las arregló para seducir y enamorar a la hembra favorita del jefe de los gorilas. El jefe se golpeó el pecho, lanzó feroces gruñidos y convocó a la manada para quejarse diciendo: -Ese hijo de perra se ha deleitado con mi favorita y debo imponerle un castigo que no pueda olvidar. Todos los machos de mediana edad gruñeron aprobando, sabían cual era ese castigo y que cuatro de ellos estarían encargados de ejecutarlo. -Samuel, Saúl, Salomón, Sileno.... Ustedes son los elegidos, -dijo el jefe, enseguida ordenó preparar una fiesta a la cual sería invitado el embustero. La fiesta se hizo con el mayor de los éxitos, el mono embustero comió, bailó y se emborrachó hasta quedar tirado en el suelo. Entonces los cuatro elegidos lo arrastraron a un sitio apartado y procedieron a hacerle lo mismo que él había hecho con la favorita del jefe. Luego lo llevaron a la cueva del puerco espín y lo arrojaron a su interior para que el espinudo terminara la faena. El pájaro Copuchento, dijo que lo había visto salir a la mañana siguiente de la cueva del espinudo con todo el cuerpo lleno de largas espinas, lanzando aullidos de dolor y jurando no volver nunca más por allí. LA LIEBRE Y LA TORTUGA. La liebre era una gozadora, como tenía juventud y energía, no se restaba a ninguna reunioncita, de esas donde hay variados placeres y trago para echarle al gaznate. Esa mañana, la liebre venía de una fiesta bien bailada y bien regada. Saltaba en una pata, luego en la otra, pero, como estaba borracha, se zarandeaba a un lado y otro. Por el camino donde iba la liebre pasaba una tortuga, a pasito lento, así como van las tortugas, poco a poco, con esfuerzo y tenacidad. En una cerca de palo, estaba parado un cuervo, y usted sabe como son los cuervos, miró a la liebre, miró a la tortuga, y dijo: -Apuesto dos a uno que la tortuga le gana a usted amiga liebre una carrera hasta el arroyo. La liebre, que cuando estaba embriagada se volvía presumida, aceptó de inmediato. La tortuga y la liebre se pusieron junto a una piedra y el cuervo contó hasta tres. La liebre salió bailando siempre en una pata, después en la otra y ligerito dejó atrás a la tortuga, que pese a su empeño no tenía nada que hacer. Pero, como la liebre estaba borracha, cuando llegó al arroyo, saltó al agua para celebrar el triunfo, como no sabía nadar y estaba con los sesos empapados en alcohol, se ahogó y no pudo disfrutar de la carrera que había ganado. Por su parte, la tortuga, que llegó media hora más tarde al arroyo, dijo que ella había ganado. Un perro presenció toda la carrera, y también intentó rescatar a la liebre, sin conseguirlo porque como estaba tan borracha se fue a fondo de prisa. En cuanto al cuervo, se hizo humo para que no lo culparan de la muerte de la liebre. La tortuga esparció por todas partes la noticia de su logro y así se transmitió el cuento. El perro quiso imponer la verdad, sin embargo, como la liebre había desaparecido, todos dijeron que no había podido soportar la derrota, por eso se había largado. Así circuló la cosa, de boca en boca, de año en año, empujada por el rumor. HUEVOS DE ORO. El cocodrilo se quedó dormido, cuando despertó descubrió con espanto que el río se había secado. Ahora no tenía donde nadar, tampoco podría atrapar peces y alimentarse, se moriría en unos cuantos días. Para colmo de las desgracias, su cuerpo estaba adherido al fango. Impulsado por la desesperación empezó a gritar y a pedir socorro. Una vaca que pasaba por allí se aproximó para preguntarle: -¿Qué te pasa, para qué gritas tanto? El cocodrilo le contó su problema y le pidió ayuda. La vaca era desconfiada de modo que después de decirle que iba muy apurada, se fue. El cocodrilo siguió gritando hasta que llegó un burro y le preguntó: -¿Qué tienes que armas tanto alboroto? El cocodrilo volvió a contar su problema, pero el burro también se marchó sin ayudarlo. Después pasó un buey, un perro y otros animales, con todos ocurrió lo mismo porque le tenían miedo. El cocodrilo se quedó pensando, si no conseguía resolver la situación su muerte era segura. De pronto se le vino a la cabeza una idea y se puso a gritar: -¡Esto es extraordinario! Y estuvo repitiendo el mismo grito durante tanto rato que casi se queda sin voz. Hasta que pasó un hombre a caballo que al oírlo se acercó a la orilla y le preguntó: -¿Qué cosa es tan extraordinaria? El cocodrilo lo miró fingiendo desdén, luego respondió: -He puesto seis huevos de oro, como el fango está blando se han hundido y no puedo sacarlos. El hombre se quedó pensando en el valor comercial de seis huevos de oro, en la vida que podría darse con esa fortuna, enseguida, cogiendo con cierta tensión las riendas del caballo, dijo: -Deja de gritar y no se lo cuentes a nadie más, voy a buscar otro caballo, cuerdas y tablas, te voy a sacar de allí. A la media hora regresó el hombre con todo lo prometido. Puso las tablas sobre el barro, amarró al cocodrilo por detrás de las patas delanteras, luego sujetó las cuerdas a los dos caballos y así sacó al cocodrilo del fango. Estando ya a salvo, el cocodrilo le dijo: -Quítame las cuerdas que las vas a necesitar para sacar los huevos que son muy delicados, además si pasa otro hombre por aquí puede descubrir lo que estamos haciendo, es mejor que vuelvas de noche y traigas también una pala, yo te voy a esperar aquí mismo, escondido entre esos matorrales. -Tienes razón, -repuso el hombre, y después de quitarle las cuerdas se marchó con el compromiso de volver por la noche con todo lo necesario. En cuanto estuvo solo, el cocodrilo echó a correr hacia una gran laguna que estaba a un par de kilómetros de ese lugar, y no paró hasta llegar a la laguna y sumergirse en ella. FIN.

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